“Coloca la mano sobre la cabeza del animal, y el Señor aceptará la muerte del animal en tu lugar a fin de hacer expiación por ti.”
Levítico 1:4
En el pasado estudio, hablamos sobre el tabernáculo de reunión, la tienda sagrada sobre la cual descansaba la gloria de Dios. Más exactamente, el lugar del encuentro con Dios. Es él, y no el ser humano, quien toma la iniciativa; es él quien decide recorrer la distancia que los separa, y quien decide revelarse a sí mismo allí. El tabernáculo fue una idea de Dios; es Dios acercándose y habitando en medio de su pueblo. ¿No es esto increíblemente sublime?
El único Dios verdadero, el Dios creador del cielo y de la tierra, quien sostiene el universo, el Dios eterno, incomparable e indescriptible es también un ser relacional; el mismo que nos ha creado con la habilidad y necesidad de relacionarnos con él en primer lugar.

Esto era el Tabernáculo, un lugar donde se establecía la relación entre Dios y el hombre; pero recordemos que Dios es Santo y no cohabita con el pecado, es más, él es enteramente justo y su presencia fulmina instantáneamente al pecador. ¿Cómo puede alguien acercarse a este sagrado lugar sin caer muerto al instante? La respuesta se encuentra en el principio bíblico de la expiación que significa “cubrir”.
Seguramente te pasó alguna vez cuando eras niño que accidentalmente tiraste al suelo el jarrón favorito de tu mamá. Puede que en ese momento hayas pensado en una solución inmediata para esconder la evidencia y evitarte el castigo: algo así como ocultar los cristales debajo de la alfombra, o reemplazarlo por otro objeto similar, y que no se note la falta del jarrón.
Algo así sucedía en el Tabernáculo de Reunión. Dos veces al día, cada día, continuamente y de manera indefinida, el sacerdote tenía que ofrecer el sacrificio de expiación, donde un animal perfecto e inocente servía como sustituto por el pecado del pueblo y su sangre era rociada alrededor del altar a la puerta del Tabernáculo a fin de “cubrir” los pecados del pueblo.
Imagina por un momento cuán importante debió ser para el pueblo de Israel la expiación. Era la única forma de evitar el juicio divino. Pero, ¿qué tan efectiva era para realmente quitar el pecado? El autor de Hebreos escribe en el capítulo 10, versículo 11:
“Bajo el antiguo pacto, el sacerdote oficia de pie delante del altar día tras día, ofreciendo los mismos sacrificios una y otra vez, los cuales nunca pueden quitar los pecados…”
Es evidente que los sacrificios de animales solo constituían una solución temporal y muy limitada al problema del pecado. Su verdadero propósito era el de apuntar hacia un evento futuro: la muerte del Cordero de Dios, Jesucrito, como ofrenda perfecta y definitiva por el pecado.
Sigamos la lectura en los versículos 12-14:
“Pero nuestro Sumo Sacerdote (es decir, Cristo) se ofreció a sí mismo a Dios como un solo sacrificio por los pecados, válido para siempre. Luego se sentó en el lugar de honor, a la derecha de Dios.”
V. 14
“Pues mediante esa única ofrenda, él perfeccionó para siempre a los que está haciendo santos.” (NTV)
Ya no necesitamos sacrificios de animales para acercarnos a Dios, es suficiente con el sacrificio de Cristo, efectuado una sola vez y para siempre! Él es el sustituto perfecto quien voluntariamente, en amor, tomó nuestro lugar en la cruz. Una vez más, es Dios tomando la iniciativa para reestablecer la relación con el ser humano.
Juan Bautista exclamó al ver a Jesús:
“He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.” (Juan 1:9)
Ya que sabemos que Jesús fue el Cordero provisto por Dios, ¿qué podemos hacer para beneficiarnos de lo que él hizo? Me gustaría finalmente llevarte al libro de Levítico, en el versículo al inicio de este estudio, donde Dios da instrucciones a Moisés acerca del sacrificio para expiación.
La respuesta es muy simple: el ofrendante sólo tenía que poner su mano sobre la cabeza del cordero, en un acto de fe, mediante el cual se identificaba con la ofrenda. En otras palabras, el pecador ponía su confianza en la víctima como sustituto para llevar su culpa y morir en su lugar.
No es casualidad que Dios nos haya dado este ejemplo para enseñarnos la forma en que podemos ser salvos de su ira. Al igual que el sacerdote, tú y yo necesitamos extender el brazo espiritual y poner la mano sobre Cristo. No basta con tener conocimiento acerca de él, usted tiene que poner su confianza en lo que él hizo y aplicar la sangre del Cordero a su situación individual. Al hacer esto con fe, usted se está identificando con él como sustituto perfecto por sus pecados. Usted debe permitir que su sangre le limpie de toda maldad y le permita acercarse a Dios en una relación personal con él.
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